La mirada del pequeño buscaba atravesar las barreras de la incomprensión. Cada paso en esa tierra familiar significaba un nuevo avance hacia lo desconocido. El padre, a su lado, más cauteloso, estaba atento al menor cambio que pudiera ocurrir en ese escenario dominado por la violencia. Padre e hijo dejaron atrás las plantaciones de olivos. Mientras más se acercaban, sonaba más fuerte aquella frase: «Los olivos, al igual que el pueblo palestino estaban arraigados a la tierra». Hoy, esa firme postura, idéntica al pasado, seguía siendo el sentimiento de todo un pueblo. El hombre tomó la mano pequeña de su hijo y siguió caminando. De pronto sintió el ruido inconfundible de un disparo, luego otro, esta vez peligrosamente cerca. La compleja relación entre israelíes y palestinos era una herida que venía desde épocas bíblicas. En el texto sagrado ya se relata que el guerrero filisteo Goliat fue vencido por David, segundo rey hebreo (1010-970 a. de C) que tomó a Jerusalén y la convirtió en la capital del territorio. Hoy se repiten los hechos, pero esta vez Israel tiene un eficaz armamento bélico, a la altura de los mejores del mundo; además de alta tecnología, controla un ejército pretoriano, formado en las mejores universidades de la guerra. Desde la Franja de Gaza llegan postales del horror. Allí se puede observar pobladores desarmados enfrentando tanques; jóvenes intentando frenar con sus hondas el poder de fuego de modernos armamentos; piedras contra helicópteros artillados; casas y automóviles destrozados y, en el medio, víctimas inocentes dispuestas a vencer solo con el orgullo que les viene de sus ancestros. El hombre, veterano de mil batallas, apretó fuerte la mano de Rami y continuó avanzando, acercándose cada vez más a ese grupo de colonos que parecían danzar con ritmos inusuales, atrevidos y desafiantes, provocativos y a la vez inconscientes. De nuevo lo conmovió ese extraño sentimiento que le había sido transmitido a través de tantas generaciones. Danzaban frenéticos, compulsivos. De a ratos saltaban en extraños círculos. Se arrodillaban para levantar piedras, tan expuestos, que el pecho abierto era un desafío altanero ante el frío acero. Era como invitar a la muerte a un banquete de sangre. Una simple vereda los separaba. Sin embargo era la historia que a través de un drama ancestral se negaba a cambiar el curso de los acontecimientos. El nudo del antagonismo lleva más de un siglo de vida. Nació cuando Thedor Herzi, en su obra Der Judenstaat, (EL estado Judio), publicado en 1896, sentó las bases del sionismo moderno y propuso un estado judío en Palestina. A partir de allí, ese pequeño territorio de apenas 20.000 kilómetros cuadrados, provisto de tierra fértil y agua escasa, albergó a millones de judíos del mundo entero. La decisión jamás contempló que esas tierras ya estaban habitadas y que los problemas iban a ser más violentos. Ahora, toda esa gente, dispuesta a renovar la disputa fortaleciendo el sueño de la añorada patria, no iba a cesar en su intento. Aquí están todos, —pensó el hombre—mirando a su hijo. Rami era el más pequeño y el que más lo seguía, quizás porque a los 12 años ya tenía preguntas sin respuestas. En ese sagrado lugar estaban los hijos de los hijos; padres y abuelos que un día se fueron de Palestina a países vecinos, pero no habían olvidado y hoy volvían a recuperar lo perdido. La lucha con Israel no era nueva, pero curiosamente la estrecha Franja de Gaza era un territorio cada vez más disputado. El color transparente del Mediterráneo parecía contrarrestar con el rojo púrpura de la sangre derramada. Cuántos años pasaron…. Tantos, pero no importaba, como tampoco el nombre de «Intifada» (la revolución de los Palestinos por la tierra) que proviene del pasado. La tenue voz —ahora mucho más potente— tiene el sonido de la reivindicación. El calor de la tarde, más fuerte a cada momento, no puede frenar el ímpetu de la gente que, en grupo más numeroso, desafía a las tropas israelíes. Y hoy puede comprobarlo: el pequeño Rami, primero tímidamente, pero alentado por la desfachatez de su inocencia, se atreve cada vez a más. «Papá nos acerquemos. Quiero llegar más adentro», pidió a su padre. Y a la lluvia de piedras, desde la otra orilla llegaba una lluvia de balas, cada vez más cerca, peligrosamente cerca. Apretó la mano de su hijo. Esta vez muy fuerte, mientras el repicar de las balas dejaba profundos surcos en la tierra de los olivos. Luego el silencio, y una imagen que recorrió el mundo: padre e hijo abrazados detrás de una pequeña lápida, como rogando por la vida, como implorando no morir. Ese abrazo ocurrió en la Franja de Gaza donde la muerte es la principal invitada por la intolerancia y la incomprensión de los hombres. Hay fotos, hay hechos, hay sombras que quedan para siempre, pero ese documento en que un padre abraza a su hijo, o tal vez del pequeño que se aferra desesperado a su padre, es doblemente conmovedor. Sucedió en la Franja de Gaza, una de las ciudades de Palestina, la Tierra Santa, la Tierra Mística, allí, en un lugar sagrado y donde la muerte es tan común. Han pasado tantos años y parece que fuese ayer: la violencia y la irracionalidad, vestidas de insólitas formas. En el otro extremo de Occidente, un chico de pelo negro y ojos expresivos intenta por tercera vez armar una torre de juguete. Se cae y empieza otra vez. ¿Papá puedo hacerlo de nuevo? Pregunta de manera inocente. «Sí, hijo…», contesta el padre, mientras sus ojos se detienen en esa figura que llega desde el otro extremo. Padre e hijo abrazados en un desesperado intento de prolongar la vida.
Nota
El 30 de setiembre del 2000, Rami Al Durra, de 12 años, fue herido mortalmente por balas de soldados israelíes. Su imagen y la de su padre, implorando el cese de los disparos tras un mínimo parapeto, han quedado grabadas en las retinas y la conciencia. La Liga Árabe, como homenaje al pequeño, ha decidido proclamar el 1 de octubre «Día de la niñez árabe»