Atrás había quedado Panamá. La ilusión de ver el Canal, una de las más grandes maravillosas obras del hombre no pudo ser. Tan sólo una foto tomada a la distancia, mientras recorría presuroso los diversos locales de compra. La diferencia de dos horas, comparada a la Argentina comenzó a hacerse sentir. El periplo había comenzado el día anterior, cuando en Ezeiza, en medio de protestas, debí esperar varias horas, hasta que finalmente a las 3 de la mañana, por los altavoces llamaron a embarque. El cansancio daba paso de pronto a la ansiedad y las dos horas y media que separaban de la Habana, desde el moderno aeropuerto de Panamá, no significaban nada para un viajero ávido de ritmos y playas de ensueños. La larga e incomoda noche entre rostros desconocidos empezaba a ser un recuerdo.
Hasta ese momento nadie reparaba en mi mano, que inquieta y sigilosa se deslizaba hacia el bolsillo posterior de mi pantalón para sacar -siempre de a una- las hojas de coca que se perdían en mi boca. Reconozco que no soy un obsesivo de masticar esas verdes hojas, tan habitual en mi provincia, tanto que puedo estar días sin hacerlo; pero a veces lo prohibido tiene un gusto diferente.
“Mire, si usted la pone dentro del bolsillo trasero no hay problemas. Allí no lo revisan y puede pasar tranquilo los controles”, era el consejo de un periodista que había elegido hacía muy poco, como destino de su luna de miel la Cuba de Fidel, el ron, los habanos y el son de la poesía de Nicolás Guillén.
Era una pequeña bolsita, herméticamente cerrada, que se había instalado –logicamente con mi permiso- desde Salta, como un viajero más, aunque sin pasaporte.
Hasta Panamá íbamos bien, pero era consiente que en cualquier momento el destino final era un cesto de basura. Proliferan en los aeropuertos, más aún cuando uno proviene de un país donde el culto a la limpieza se realiza en cuentagotas.
Llegué a La Habana con una extraña sensación: el deseo de conocerla había bajado mis defensas de precaución.
De entrada un agente de migraciones me llamó a la realidad: ¿Motivo del viaje? ¿Cuántos días se queda en Cuba? ¿Parese de frente? eran preguntas comunes en cualquier aeropuerto. No en La Habana, donde la desconfianza, arranca con la misma historia del país.
En la medida que mi pasaporte, parecía jugar entre sus manos, una creciente inquietud empezaba a dominarme. Que había cambiado en mi rostro: menos pelos, tal vez más gordo, la fotografía no podría cambiar tanto porque era reciente. Seguramente, en esos instantes, la expresión de mi cara empezó a cambiar, producto de la misma situación.
Me dio el pase y yo sin saber que todavía me esperaba lo peor porque detrás de esas pequeñas casillas que se levantan como diciendo: “todo bien amigo” (una expresión cubana), ingresaba a un salón de impredecible final.
Me enfrenté a una larga cola y frente a ello, numerosos y celosos custodios de la seguridad cubana dispuesto a que no ingrese nada fuera de lugar. No se porque me apareció el apellido Cienfuegos, entre la cara de esos cubanos.
Di un paso y mientras la gente empezaba a formarse en uno de los controles (cerca de cuatro más esperaban), encaré a uno y le dije ¿Dónde está el baño? “Oyé tienes que esperar porque están del otro lado”…
Miré un cesto, algún lugar donde desembarcar esa pequeña bolsa que empezaba a pesarme cada vez más y busqué una cara amiga. Aquel brasileño que me hice amigo y que me contó que trabajaba diez meses y dos se dedicaba a viajar. Primero hacía un estudio, hasta el mínimo detalle del país que visitaba y después se sentía uno más. “Escucha tenemos que ir a un lugar donde interpretan el auténtico Son de la Isla. Vas a ver”.
Lo busqué no estaba. Tampoco el músico jamaiquino que seguía de recorrida por el Caribe, ni la rosarina que iba en busca de una solución para sus males de salud y que esperaba encontrarla en Cuba. Cada vez estaba más sólo.
Tomé valor y me decidí por un control que recién se estaba formando. Se vinieron tres guardias y por el trato, casi seguro, ninguno habría aprobado el curso más elemental de hospitalidad.
No sólo me pidieron que abra las valijas y los bolsos, sino también todas las cosas. Camperas, bolsillos, monedas quedaron impúdicamente ofrecidos en ese mostrador. Una curiosa carterita de cuero que llevo siempre colgada se había salvado, hasta que el más joven dijo: “Todo”.
“Aquí llevo la plata y el pasaporte”, atiné a decirle, pero no le importó, porque también tuve que vaciarlo, con la precaución de seguir atentamente los billetes expuestos a cualquier tentación.
De pronto, el sabor amargo de mi boca se hacía más fuerte y un olor a pasto y menta, precedía a mis palabras.
No podía sacar ni el pañuelo, porque allí estaba la pequeña bolsa verde. Culpa de ella estaba expuesto a semejante situación. Y si la descubrían que iba a hacer. Valdría de algo aquel decreto que dice que las hojas de coca pueden consumirse libremente, pero tampoco lo tenía y sólo tenía validez en la Argentina.
Los minutos pasaban y se agregaban más policías y para colmo una chicharra empezó a sonar. La imprudente no se callaba y me había convertido en el centro de atención. Todos los demás pasaban y el brasileño, hasta se daba el lujo de saludarme del otro lado.
“Va a tener que abrir todos los paquetes”, me dijo otro policía, cuando hasta la ropa interior estaban desplegadas como bandera de mi humillación.
“Son regalos para mis nietos”, le dije, mientras otro policía me empezaba a revisar con una pistola detectora. Me apuntaba en el pecho, en las piernas, en las espaldas. Una y otra vez pasaba por los bolsillos, pero el ruido no paraba. Allí pensé que mi viaje llegaba a su fin, hasta que observé que un cubano venía sonriente con dos juguetes metálicos, lleno de confites adentro que había comprado para Martina y Joaquín. “Era esto…chico”, afirmaba ante un repentino silencio, mientras empezaban a acomodar mis pertenencias.
“Bienvenido a La Habana” me dijeron mientras me daban el pase. Los demás pasajero ya habían abandonado el aeropuerto, mientras yo empezaba a buscar la gente de la Fundación Nicolas Guillén que me iba a esperar.
Empecé a buscar los euros para el cambio, el pasaporte y de nuevo la sentí. La pequeña bolsa verde estaba intacta. Había llegado a la tierra de Fidel, sin pasaporte y días después, más tranquilo mientras disfrutaba la arena mansa y el agua transparente de Baradero, seguía siendo mi compañía, de manera racional, porque ahora tenía que durarme hasta el regreso a La Habana, a pesar que Giusseppe, un cocinero italiano no mermaba su insistencia: “Te cambio un habano por esas hojas que masticas”