Un domingo sin fecha, mes ni año, simplemente un domingo y yo me preparaba para acudir a una cita, descontando que podría ser la de una esperada revelación, un secreto o tal vez despertar palabra de ese hombre, al que todos los salteños decían cariñosamente “Cuchi” y que yo, a través de esas breves confidencias, empecé a querer.
Fueron seis casete y quizás, como un extraño trofeo personal guardo entre mis valiosos recuerdos. Allí el “Cuchi” Leguizamón intenta ponerle música a la parte más aburrida de su azarosa vida, porque a diario tenía que enfrentarse a un enemigo invisible, pero intacto e implacable. No le daba tregua.
A diferencia de mis propósitos, el -extraño visitante- acudía puntual para seguir golpeando y doblegando la humanidad, de un cuerpo acostumbrado a las caricias, pero que debido al tránsito por la vida, lo encontraba en la antesala de la última estación. Yo confiado, esperaba sacudir las paredes del recuerdo, mi rival, (o el rival del Cuchi) por el contrario, seguía insistiendo con su acecho; ambos sabíamos que la lucha era desigual.
El “Cuchi” puso el horario: “los domingos a las 13,30, después que coma las empanadas de la Ursula, las mejores de Salta” pidió cuando le propuse hacer un libro sobre su vida y allí empezó esa carrera literaria contra el tiempo. A veces, se cansaba y la informal entrevista, terminaba abruptamente. Un día se enojó, pensé que era por las preguntas, pero no, renegaba y lo que más lamentaba era que no podía tocar el piano. Ese instrumento, que al igual que su dueño había tenido mejores tiempos, sin embargo, como ese amigo fiel, permanecía al lado de su dueño. Permanecía cerrado, en su dorado ostracismo en un rincón de la casa sobre la calle Rioja. Añoraba las caricias de esas manos, largas y finas, hoy frías y lejanas, aunque el “Cuchi” no se resignaba. Esperaba y anhelaba el reencuentro con su amor de siempre.
Lo percibí un día cuando lo acompañé a un homenaje que le realizaron en la iglesia San Francisco. Vino un coro juvenil desde Córdoba, con un profesor, que profundamente emocionado dirigía a sus jóvenes alumnos: “Para usted maestro” decía y las hermosas melodías de las “Zamba del Laurel”, “Zamba de Lozano”, el “Carnavalito del Duende”, impregnaron las paredes de ese sitio sagrado.
El “Cuchi” sentado en una silla de rueda, acompañado de uno de sus hijos, parecía sonreír en cada melodía, desgranada como un canto de pájaros que buscaban el regreso. El talento de ese personaje tan querido por los salteños, acompañaba las melodías atrapadas en ese conjunto de voces llegadas de la ciudad mediterránea para honrar al maestro.
Cada gesto, cada momento vividos por el genial compositor se reflejaron en mi libro: “A solas con el Cuchi Leguizamón” y como no podía ser de otra manera, en un país centralista y unitario, a pesar de la trascendencia del personaje todo quedó en un intento literario provincial.
Un periodista cordobés bajo la sigla A.P resumió lo que yo quería con mi libro: “Si bien la figura excluyente del (los) discurso (s) es la del venerado y colorido Doctor Gustavo “Cuchi” Leguizamón (abogado, profesor, ex diputado, cocinero sutil, filósofo, poeta, humorista y, sobre todo músico exigente y apasionado), de quien su más reconocible amigo y compañero autoral, el poeta Manuel J. Castilla, dijera: “ (…) Barbado, gran señor, rostro satánico,/artista puro, talentoso,/ilógico (…) si os rendís al triunfo de su estética,/habréis honrado a Salta en su mitómano”.
Y el libro refleja la intensa actividad de un hombre que sembró con su creatividad el camino de la música que hoy se transmite a través de las generaciones; además tenía un humor excepcional, forjado en las largas tertulias de su provincia. Era agudo con todos empezando con él mismo. Tomaba vino sin solución de continuidad y hasta el final sentía que las mujeres eran el centro del universo. En aquel entonces afirmaba que el grave problema de la política argentina era la falta de cultura y los economistas. “Habría que cerrar la carrera de economista”, me confesó una tarde en uno de los reportajes y a la luz de los resultados no estaba equivocado.
Setiembre es un mes que dejó marcado el camino del “Cuchi”, porque apenas con dos días de diferencias, marcó el comienzo y el epílogo del genial compositor.